Había una vez un Lucho que vivía en una ciudad gris, de escaleras de plástico negro de puntas amarillas. Las gentes que le habitaban vestían chaquetas grises, chaquetas negras, bufandas café, rojos color sangre opaca, colores opacos de gentes apocadas, tristes y frías.
Era una ciudad en blanco y negro, de calles grises, edificios café claro, de aves plomas, de un río café, aguas pobres contaminadas que cruzaban el centro de sus vísceras, era invierno en ciudad ploma de cemento.
Lucho le dio la última fumada a su cigarrillo, lo tiro al suelo, apago con los pies y camino al terminal de buses, en una hora más partía el bus que lo llevaría al sur de su país.
Sonó 'Michelle' en sus auriculares y se acordó de ella.
La sola fuerza del recuerdo de ella disolvía en vaivenes simples una cotidianidad inhóspita. Recordó como ella era capaz de dibujar con risas amarillas conquistas espaciales, pintar con su llanto azul los mas tristes episodios que humano alguno hubiese sufrido y después recordó cuanto reían y como se quedaban dormidos desnudos en el living de su mansión, rodeados de Bolaños, Nerudas, champagne y copas de vino en reserva. Recordó el sonido del viento del mar salado, también la lluvia, el calor de ella y sus manos heladas.
Después se acordó del portazo que le dio en la cara.
Lucho sintió partir el bus bajo sus pies y desde la ventana se quedo mirando a dos amantes que se despedían como pidiendo y se decían: 'Próxima semana nos vemos' o 'Vuelvo y te lo meto'. Algo así entendió se decían en medio de balbuceos, abrazos temblorosos y promesas que vio como volaban imprecisas y tenues, cuan pompas de jabón.
Promesas simples, tímidas y entendió que así se hacían las promesas verdaderas, él, que ya había olvidado prometer.
El Soto